La iglesia es rarilla, tiene pocos ornamentos, más parece una fortaleza. Por eso y por su origen templario está rodeado de leyendas, claro. Parece ser que los guerreros de la Orden del Temple llegaron a pontedeume y se instalaron en lo que por aquel entonces se llamaba “BREAMOLDON”, corría el año 1187 (vamos, ayer, como quien dice).
Se cuenta que la iglesia se construyó sobre un templo celta, sea como sea, está en un paraje bastante oculto, el que va por primera vez no puede evitar pensar "¿a quién se le ocurre hacer una Iglesia aquí?", claro que si después se visita el Monasterio de Caaveiro, que está en una peña perdida en medio de un bosque inmenso, se perdona la ubicación.
Volviendo a mi San Miguel, a pesar de tener, como ya dije, muy poca decoración, un magnífico rosetón con una estrella de once puntas adorna su fachada. Este Rosetón es protagonista de una de las muchas leyendas que hacen referencia a nuestra tierra. En el año que construyeron la iglesia, el gran maestre de la Orden del Temple había sufrido una gran derrota ante las huestes de Saladino. La orden empezó su ocaso, por eso se dice que construyeron a San Miguel no como templo, sino como un simbólico testamento.
La leyenda de los guardianes del testamento cuenta que en diciembre de 1224, cerca de la Iglesia de San Miguel de Breamo, once caballeros del temple rodeaban en silencio una hoguera que les calentaba y calmaba algo de la tremenda humedad de la zona. Estaba aquí, en medio de ninguna parte, aislada, solitaria, sobria. Su humildad externa era la mascara de su tesoro oculto. Siempre fueron los canteros templarios maestros en el labrado de la piedra y artesanos del acertijo. Tenían, además de la misión de construir, la de "camuflar" en las obras de piedra que componían los secretos que debían ocultar y luego transmitir. Se decía de ellos que guardaban en sus cabezas los grandes secretos de los enormes tesoros de Tierra Santa y de los conocimientos sublimes de sus maestres.
Así que ésto guardaban aquellos once templarios. Los signos sagrados que decoraban esta aislada capilla eran el testamento de la derrotada orden, incluyendo el escondite de sus riquezas.
Se ocultaba el sol y era Nochebuena, estos monjes guerreros sólo tenían su soledad, frío, y los secretos que custodiaban en esta capilla. El frío y la humedad les amargaban tanto como su derrota, mientras se calentaban en la hoguera, observaban el Rosetón que coronaba la puerta de la iglesia. Tenía once puntas. Una por caballero. Así era desde que la construyeron. Por ella estaban allí once. Pero esa noche era distinta, los caballeros rezaban con fervor, celebrando el nacimiento del Salvador, entonces algo pasó. Algo extraño ocurría en el rosetón, sin saber bien qué, algo era diferente en esta noche navideña, en esa noche la roseta no tenía once puntas sino una más. Como si hubiese un caballero más. Y lo había. Por las estrechas y altas ventanas, que más parecen aspiles guerreras que miradores, penetraba la escasa luz de los luceros. En el centro de la humilde nave de San Miguel, un niño dormía ante el altar.
Y así permaneció toda la noche. Hasta las primeras luces del alba. En ese momento el rosetón volvió a tener once puntas y el niño desapareció, hasta la siguiente Navidad. Desde entonces, todas las noches de la Navidad, los que se aproximan a esta iglesia juran que el rosetón tiene doce puntas. Las cuentan y recuentan y siempre son doce. Hasta el Alba.
¡A pasarlo bien y a regalarle algo a todos Los MIGUELES!, en breve seguiremos corriendo.
¡VAYA ROLLO HE LARGADO!
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